Dr. Dietmar Dirmoser
* Dietmar Dirmoser, alemán, doctor en Sociología; ha sido funcionario de una ONG internacional en América Latina y Europa. Ha dirigido durante años revistas dedicadas al análisis de las relaciones internacionales. Vive actualmente en Berlín y se desempeña como analista político. dirmoser@yahoo.com
Una década movida y tumultuosa: Las transformaciones de los años 90 en Rusia
El 4 de agosto de 1991 Mijaíl Gorbachov salió de Moscú para descansar unas semanas en el balneario Foros, en el sur de la península de Crimea. Él y sus colaboradores habían pasado muchos meses de tensiones y conflictos. Habían actuado presionados por manifestaciones de protesta de cientos de miles de ciudadanos y por amplios movimientos huelguísticos en sectores claves, que reclamaban la aceleración y profundización de las reformas. Al mismo tiempo, Gorbachov y su gente tenían que lidiar con la obstrucción de sectores de la burocracia y con la hostilidad de redes clientelares en el seno del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) que querían parar, o por lo menos ablandar, los cambios emprendidos. Entre los que querían radicalizar las reformas, así como entre los que querían abortarlos, había personalidades y grupos que maniobraron para derrocar a Gorbachov y tomar ellos el poder.
El descanso del jefe del estado y líder máximo del PCUS terminó de manera abrupta el 18 de agosto, cuando un convoy de vehículos con militares y agentes del KGB rodeó su residencia vacacional y cortó las líneas de comunicación. Gorbachov y sus 32 guardaespaldas fueron puestos bajo arresto. En nombre de una autoproclamada junta de gobierno, los visitantes pidieron a Gorbachov que declarara el estado de excepción y renunciara, . Sin embargo, él se negó. Entre los miembros de la junta estaban el vicepresidente, el primer ministro, el ministro de defensa, el ministro del interior, el jefe del KGB, así como altos representantes del PCUS, de las Fuerzas Armadas y de empresas estatales. A varios de ellos Gorbachov los había nombrado el año anterior, para apaciguar a sectores conservadores, que habían emprendido una campaña contra su agenda política.
El 19 de agosto, tanques ocuparon lugares estratégicos en Moscú. Los golpistas decretaron el cese de las actividades de los partidos políticos, prohibieron manifestaciones y reuniones públicas y trataron de acallar a los medios de comunicación. El vicepresidente Janayev asumió las funciones del Jefe de Estado. Pero la intentona no prosperó. Boris Yeltsin, el presidente del Estado Federado de Rusia – el más grande e importante de la Unión – denunció la acción como golpe derechista, llamó a huelga general y convocó a reuniones de protesta.
El día 20 se congregaron cien mil personas en Moscú para defender el parlamento; también en muchas otras ciudades hubo protestas y huelgas. Algunos grupos de militares se unieron con sus tanquetas a las movilizaciones. La dirección militar prohibió a los soldados desplegados usar sus armas de fuego contra los manifestantes. Al día siguiente empezó a circular la noticia que los miembros de la junta habían sido arrestados cuando trataron de abandonar el país. Las tropas finalmente cumplieron la orden de Yeltsin de retirarse a los cuarteles.
Cuando Gorbachov volvió a Moscú el día 22, el país era otro. El nuevo hombre fuerte se llamaba Yeltsin. El presidente de la Federación Rusa hacía tiempo que había criticado a Gorbachov por hacer concesiones a los conservadores y había pedido la radicalización y aceleración de la transformación. Además, nunca escondió sus aspiraciones de reemplazarlo. Tras el fracaso del golpe, Yeltsin tomó la iniciativa y suspendió todas las actividades del PCUS en Rusia. Gorbachov amplió el ámbito de aplicación del decreto de Yeltsin a toda la Unión y, adicionalmente, le propuso al Comité Central del PCUS que disolviera el Partido.
Unos días después, el parlamento instaló un gobierno de transición, bajo el liderazgo de Yeltsin. Este último colocó a su gente en las posiciones claves del gobierno y de las instituciones estatales. En la dirección del KGB, cuyo destacamento especial Alfa había servido como punta de lanza militar del golpe, se realizó una purga. Además, las cabezas visibles de la intentona, y una serie de personas implicadas, terminaron en la cárcel, y algunos se suicidaron. Sin embargo, los enemigos de la transformación sólo estaban debilitados, aun muy lejos de haber sido derrotados.
Por haber salvado al país de una restauración comunista, Yeltsin y su gente ganaron una enorme popularidad. La aprovecharon para impulsar cambios de mayor alcance. En septiembre, la instancia suprema de la Unión, el Congreso de los Diputados Populares, promulgó una ley que preveía reemplazar la estructura centralista del Estado por una Confederación de Estados Independientes, con nuevos órganos supremos. Mientras Gorbachov hacía esfuerzos por conservar la integridad de la Unión, sobre la base de la formula federativa, Yeltsin ya planeaba el próximo paso.
Como respuesta al golpe, varias repúblicas de la Unión habían declarado su independencia. En otras, las élites, desde hacía tiempo, habían reclamado la independencia plena. En muchos lugares habían aparecido movimientos nacionalistas y separatistas. Aprovechando la coyuntura, Yeltsin se lanzó a cortar de una vez el nudo gordiano del controvertido asunto. El 8 de diciembre se reunió de manera clandestina con los presidentes de Bielorrusia y de Ucrania, región esta última donde se había realizado un referéndum en el que un 90% de la población se había pronunciado a favor de la independencia plena. Los tres líderes, que representaban dos terceras partes de los habitantes de la Unión, firmaron un documento que decía que la Unión Soviética dejaba de existir como sujeto de derecho internacional. Pocos días después, una serie de repúblicas de la federación ratificaron la iniciativa. (Ver introducción a la 1ra parte de esta serie.)
La consecuencia fue que Gorbachov, de repente, se quedó como un presidente sin país. No tuvo otra opción que renunciar poco después. En su discurso de despedida criticó la fragmentación de la nación, pero dejó entrever que la consideraba irreversible. Al mismo tiempo, reclamó como logro de su gestión, haber acabado con “el sistema totalitario”.
Sin dudas que la instalación de un parlamentarismo multipartidista, con elecciones libres, constituyó uno de los grandes logros del gobierno de Gorbachov. Otro fue que los ciudadanos empezaran a disfrutar de libertades de información y discusión que antes eran impensables. Pero para muchos, los cambios que se produjeron desde 1985 tenían connotaciones extremadamente negativas porque hicieron que, primero la Unión, y después sus estados sucesores, perdieran todo su peso como actor internacional.
Fueron las “tres disoluciones” las que hicieron desaparecer la estructura en la cual se basaba el poder internacional del llamado Bloque Oriental. La primera fue la disolución de la Unión Soviética y la transformación de sus componentes en estados naciones independientes. La segunda fue la disolución de la alianza militar y de las estructuras castrenses compartidas con los países de Europa del Este (Pacto de Varsovia). Y la tercera era la disolución del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), que constituía la columna vertebral económica de la Unión Soviética y de diez países socialistas más. La desintegración del CAME terminó con la división de trabajo y la cooperación económica internacional del llamado Bloque del Este, lo que provocó la ruptura de las cadenas de valor y la pérdida de lazos comerciales vitales. Como consecuencia, todos los países en cuestión sufrieron una dramática crisis económica y social, que duró varios años.
El «Yeltsinato«
a) La crisis
Boris Yeltsin ganó las elecciones presidenciales del Estado Federativo de Rusia en 1991, y las de la Rusia independiente en 1996. Renunció el 31 de diciembre de 1999, antes de concluir su mandato. Sus años en el poder fueron un galope extenuante de reformas, cambios, transformaciones y conflictos; de peleas, medidas, maniobras y jugadas. Era una fase marcada por la más severa crisis económica, por conflictos laborales y sociales masivos, y plagada por la anarquía, la anomia y una inseguridad pública generalizada. El número de crímenes violentos, y especialmente de los asesinatos, creció de manera explosiva, para mencionar sólo un indicador. En aquel entonces, los rusos decían que la policía ni servía para protegerse a sí misma, y que cuando alguien tenía que resolver un problema, sólo le quedaba recurrir a los servicios pagados de bandas criminales. En resumidas cuentas, el Estado había perdido la mayor parte de su capacidad de control, gestión y dirección.
Analistas hablaban de una inevitable crisis de transformación, ineludible cuando se reemplaza un sistema por otro. Sin embargo, los pesimistas ya veían síntomas de la disolución definitiva del Estado, y existían indicios que parecían apoyar esta tesis: en la década de los 90 el Producto Interno Bruto se redujo durante seis años consecutivos, resultando una caída acumulada de más que 40%, lo que llevó a la destrucción definitiva de una parte del aparato productivo. Como consecuencia, hasta 30 millones de personas (según estimaciones de la Organización Internacional de Trabajo) quedaron desempleadas y un tercio de las familias cayó por debajo del umbral de pobreza. Desesperación, empobrecimiento y embrutecimiento de las interacciones sociales caracterizaron largos tramos de esa década.
Parte de este cuadro fue que la inflación alcanzó valores récord. En 1992 se registró un aumento de los precios del 2 500 % y en los años siguientes los incrementos se mantuvieron en tres dígitos. La consecuencia de los desequilibrios económicos produjo un desabastecimiento de tal magnitud que el país tuvo que aceptar ayuda alimentaria de países occidentales. Cuando la economía empezó a recuperarse, tímidamente, estalló en 1998 una crisis financiera causada en parte por el descenso del precio del crudo en los mercados internacionales. La situación era tan grave que Rusia tuvo que suspender el servicio de la deuda externa, lo que eliminó el crédito externo como fuente de financiamiento. En suma, los años 90 pasaron a los anales como década caótica, marcada por trastornos, desequilibrios y escaseces.
Yeltsin y su gente creían que la causa principal de la crisis era el enfoque reformista de Gorbachov que, según ellos, no pudo funcionar porque se trató de una transformación a medias, demasiado tímida e inconsecuente. Esa posición la compartieron varios colaboradores de Gorbachov, entre ellos Stanislav Shatalin, el arquitecto de su programa económico.
b) Programa de choque
A principios de 1992, pocas semanas después de la disolución de la Unión Soviética, Yeltsin, a través del primer ministro Yegor Gaidar y de su adjunto Anatoly Chubais, lanzaron un programa económico de choque, para acelerar al máximo la transformación. Una de las medidas claves, en cuya elaboración habían participado asesores norteamericanos, era la promulgación de un decreto a través del cual liberaron 80% de los precios de los bienes de capital y un 90% de los precios de los bienes de consumo, lo que por lo pronto desencadenó un fuerte aumento de la inflación y una ola de bancarrotas.
Al mismo tiempo, Yeltsin y sus colaboradores – varios de ellos auténticos neoliberales – se apresuraron a impulsar la privatización, esperando que los nuevos propietarios iban a respaldar al presidente. En poco más que dos años se llegó a privatizar 70% de las pequeñas empresas y a transformar en sociedades anónimas 80% de las 25 000 empresas de la lista de empresas grandes y medianas privatizables. Se esperaba que así surgiera una capa amplia de propietarios emprendedores, capaces de realizar los ajustes necesarios en la economía y de devolver el país rápidamente a la senda del crecimiento.
No obstante, había un problema de fondo. Si bien una gran parte de los 150 millones de ciudadanos rusos había recibido un bono de privatización por 10 000 rublos, que debían canjear en acciones de empresas, muy pocos lo hicieron. La situación económica de la gente era tan mala que casi todos vendieron sus bonos al próximo acopiador del mercado negro. Muchos de estos últimos trabajaban para gerentes de empresas estatales, que querían apoderarse de “sus” firmas, o para especuladores o bien para una de las muchas redes criminales.
Los dirigentes de la economía estatal tenían la ventaja de poder adquirir 51% de “su” empresa (formalmente junto con sus trabajadores, que resultaron fáciles de embaucar). Otros grupos tenían la ventaja de haber podido aprovechar las liberalizaciones desde 1985 para forrarse de dinero, muchos gracias al auspicio de círculos del PCUS. Los operadores relacionados con el Partido Comunista, y especialmente con los servicios secretos, usaron sus reservas de dinero para adquirir la máxima cantidad posible de títulos de propiedad de lo que fuera, compitiendo, entre otros, con redes criminales. Los nuevos propietarios, en lugar de invertir en sus firmas, sacaron lo que pudieron al extranjero. Por años, 20 000 millones de US$ de capitales privados salieron del país, y una buena parte terminó en algún paraíso financiero.
El proyecto que se había promocionado como amplia y equitativa repartición de los activos del Estado sentó las bases para el surgimiento de una capa de nuevos ricos que se apoderaron, a precios de regalo, de las riquezas del país mientras muchos rusos tenían que vender sus enseres domésticos para poder sobrevivir. En contraste con el discurso oficial, definitivamente no era el pueblo el que se beneficiaba por la privatización, sino grupos con origen en las élites del régimen anterior.
A pesar de muchas resistencias, Yeltsin pudo avanzar con su proyecto, gracias a los poderes extraordinarios que el último parlamento soviético le había concedido en 1991. Sin embargo, estuvo en constante disputa con el órgano representativo de la población. Los actores fuertes del parlamento, mayormente comunistas y ultranacionalistas, querían abortar la transformación y bloquearon todas las medidas que pudieron. Los parlamentarios obligaron a Yeltsin a cambiar a su primer ministro, aunque una iniciativa parlamentaria para derrocar al presidente fracasó en marzo de 1993. Dos órganos del Estado, los dos legitimados por el voto popular, pero con agendas políticas no compatibles, se bloquearon mutuamente.
Para romper el empate, Yeltsin disolvió en septiembre 1993 el parlamento, y este respondió declarándolo destituido. Paso seguido, el gobierno mandó cercar la sede del parlamento, que se había declarado en resistencia, y cortó la electricidad. Grupos informales armados aparecieron para defender el edificio y en muchas partes de la capital estallaron protestas. Las fuerzas armadas se pusieron de parte de Yeltsin, intervinieron con tanques, casi 200 personas murieron y en la tarde del 4 de octubre los sublevados se rindieron. La Casa Blanca, sede del parlamento, resultó parcialmente destruida por los cañones de los tanques.
El gobierno aprovechó su victoria para apresurar la elaboración de una nueva constitución, que la población aprobó en un referéndum en diciembre. La nueva carta magna le restó poder al legislativo y estableció una suerte de autocracia presidencial. Desde aquel entonces, el parlamento ni siquiera puede influir en la formación del gobierno. No es de extrañar, que Putin no tuvo que cambiar nada en la constitución para poder instalar su régimen autocrático.
No obstante, Yeltsin trató de reconciliarse y ponerse de acuerdo con los comunistas y los nacionalistas, con quienes había chocado de manera tan violenta. Declaró una amnistía para los participantes en la sublevación de octubre. Para apaciguar y complacer a sus adversarios Yeltsin sacó de su gobierno a algunos de los principales exponentes del programa de choque, pero en 1995 lanzó la segunda fase de la privatización.
c) La creación de un monstruo
En 1995 se vislumbraba la bancarrota del Estado. El gobierno había acumulado enormes atrasos de pago. Debía dinero a sus empleados por sueldos no pagados, a los pensionistas por el impago de las pensiones, a sus proveedores por facturas vencidas, así como a sus socios comerciales. Aprovechando estos aprietos, un grupo de magnates financieros ofreció a Yeltsin una línea de crédito asegurada por acciones de grandes consorcios estatales de materias primas.
El gobierno aceptó la oferta, a pesar de las condiciones desventajosas para el Estado, y poco tiempo después quedó claro que ni pudo ni tuvo la intención de atender los créditos. Consecuentemente, los acreedores subastaron grandes paquetes de acciones de algunas de las empresas más atractivas del país. Curiosamente resultó que los compradores eran ellos mismos. De esa manera llegaron a apoderarse, a precios irrisorios, de partes importantes del lucrativo sector estatal de materias primas.
Los magnates financieros que se beneficiaron por esta jugada pertenecían a un grupo de banqueros privados que habían crecido enormemente, aprovechando las liberalizaciones en el contexto de la transformación de la economía. Uno de ellos, Boris Berezovsky, se jactó en una entrevista de que él, más seis de sus colegas, habían llegado a controlar la mitad de la economía rusa. Pero los magnates, que a partir de 1994 se solían llamar oligarcas, sólo eran la punta del iceberg. Ellos eran los exponentes más visibles de una nueva capa social de propietarios que no existía cuando Gorbachov llegó al poder en 1985.
No todos los nuevos ricos, con sus tropas auxiliares, habían surgido en el mismo momento y por la misma razón. Los primeros que tuvieron la oportunidad de amasar fortunas eran los operadores del mercado negro, temprano en los años 80. Del círculo de Yuri Andropov, jefe del KGB desde 1967, y durante sus 15 últimos meses hasta su muerte en 1984 Secretario General del PCUS, emanó la idea de usar los operadores de la economía sumergida para llenar las cajas negras que el KGB tenía en el país y en el extranjero. Era una medida de precaución para mantener la operatividad e influencia de la organización, si el PCUS perdía el poder. Conocidos como tsekhoviki, operadores del mercado negro, cumplían además una función económica y social importante, compensando las ineficiencias de la economía planificada y así manteniendo a flote el país. Después de que el KGB le echara el ojo a la parte informal de la economía nadie pudo operar allá sin el encargo, la autorización o la protección del KGB.
Otro grupo era una camada de funcionarios jóvenes con espíritu empresarial, del KOMSOMOL, la organización juvenil del PCUS. Por encargo del KGB, y con su dinero, incursionaron en negocios, también en rubros del comercio exterior reservados para el Estado, que eran tabú para cualquier empresario común y corriente. Inicialmente el surgimiento de este grupo también estuvo relacionado con los preparativos del KGB para los tiempos post soviéticos. Los komsomolzy debían formar parte de una red financiera y de influencia activable, si los comunistas perdían su hegemonía en el país. Sin embargo, los más hábiles lograron emanciparse de sus padrinos y ya no se sentían comprometidos con ellos.
Las empresas de varios de los exfuncionarios del KOMSOMOL registraron un meteórico ascenso cuando, como efecto colateral de las reformas graduales de Gorbachov, cayó en sus manos una máquina de generación de rentas. La ley de cooperativas de 1988 permitió la fundación de institutos financieros no regulados y de empresas comercializadoras privadas. Estos “traders” le compraron, por ejemplo, petróleo al Estado por el precio regulado de un dólar por tonelada para venderlo en el extranjero a precios enormemente mayores. Las transacciones se financiaron usualmente por créditos baratos del Estado, por lo que la entrada en el negocio no dependía de disponer de capital sino de contactos.
Tales oportunidades no solo despertaron la avidez de los jóvenes ex-komsomoltsy sino también de miembros mayores de la nomenclatura comunista, así como de aventureros y criminales que, de repente, se habían convertido en hombres de negocio. Para poder usar la máquina de rentas ellos tenían – igual que los jóvenes empresarios apoyados por el KGB – que disponer de información y conocimientos suficientes y además de los contactos en la administración para conseguir los permisos necesarios, que “costaban” usualmente un porcentaje de los beneficios esperados.
La privatización por bonos, entre 1991 y 1995, generó otro mecanismo más para amasar y aumentar riquezas y atrajo más gente que por lo menos querían agarrar algo del inventario del Estado. Los que ya habían acumulado activos financieros trataron de convertirlos en títulos de propiedad, para asegurar mejor las fortunas recién adquiridas, pero también para multiplicarlas, aprovechando las cotizaciones bajísimas de los activos a privatizar. Así, por ejemplo, Mikhail Khodorkovsky (uno de los ex komsomolzy), a través de su banco Menatep juntó, hasta el final de las subastas de la privatización por bonos en 1995, una mezcla heterogénea de 200 empresas industriales, de los rubros más diversos, sin saber por lo pronto qué debía hacer con su cosecha.
Muy pocos de los nuevos dueños tenían mayor interés en las empresas que compraron. Una excepción era Kakha Bendukidze, que logró juntar los bonos para comprar la empresa industrial Uralmash. En 10 años la desarrolló y la convirtió en una firma de ingeniería próspera e internacionalmente competitiva. Pero casos como este no fueron muy frecuentes en la transformación rusa. La mayor parte de los nuevos propietarios tuvieron como única meta aprovechar sus riquezas recientemente obtenidas para generar más riquezas. Ellos sabían hacer magia financiera, sabían generar ganancias a partir de instrumentos financieros complicados, así como por bonos y acciones. Sobre todo, habían aprendido ganar dinero a través de sus relaciones con el Estado. Los que resultaron exitosos no tenían escrúpulos de recurrir a métodos ilícitos, a la extorsión o a la cruda violencia, para imponerse en la competencia.
El traspaso del inventario estatal tuvo rasgos de una pelea generalizada por el botín. En la medida que la crisis económica se prolongaba ninguna propiedad del Estado estaba segura de los ataques depredadoras. Militares vendieron equipos y armas de todo tipo, funcionarios del Estado robaron las computadoras y vendieron los edificios y vehículos de su institución. Si se trataba de activos valiosos, la lucha por el botín fue llevada con gran brutalidad. Sólo en el año 1994 murieron más que 600 empresarios, periodistas y políticos en la guerra por los activos de la nación; algunos de ellos, victimas de las bandas que competían en el reparto, y que además tenían fama de aterrorizar a la población.
El resultado más llamativo de la transformación y la reestructuración de la economía rusa fue la concentración de riquezas que produjo. No fueron sólo los siete banqueros sobre los que habló Berezovsky, que habían llegado a ser los dueños del país, sino que había surgido un reducido grupo de oligarcas (tal vez 20) que lograron juntar imperios económicos gigantes en menos que una década. También en el oeste existen conglomerados económicos familiares muy poderosos, que se beneficiaron por sus relaciones privilegiadas con el Estado, como los chaebols coreanos y los zaibatsus japoneses. Pero, en ninguna parte la concentración de activos ha sido tan grande, y la contribución al desarrollo económico ha sido tan pequeña como en Rusia. En Corea y Japón, consorcios como Samsung o Mitsubishi habían sido motores de innovación y generadores de bienestar para mucha gente; en Rusia, los oligarcas destacaron, en el mejor de los casos, por el tamaño de sus yates.
La conclusión que sugiere todo lo presentado es que, a pesar de todas las liberalizaciones y privatizaciones, en Rusia no se logró crear una verdadera economía capitalista de mercado. Los mercados solamente pueden funcionar dentro de un marco institucional estatal que los regula, y que vela por el cumplimiento de normas jurídicas. En la Rusia de los años 90 el Estado ni siquiera estuvo en condiciones de garantizar condiciones básicas como los derechos de propiedad y la resolución pacífica de conflictos entre los actores.
Es por eso por lo que los analistas e investigadores inventaron denominaciones peculiares para caracterizar el capitalismo ruso de los años 90. El economista Marshall Irwin Goldman habla de la piratización de la economía -en el sentido de los piratas-; el historiador Jörg Baberowski sostiene que estuvo basada en el robo, otros hablan de un capitalismo piraña, zombi o torcido. En resumidas cuentas, todos coinciden que las reformas de la década de Yeltsin crearon una suerte de monstruo. En su famoso libro sobre los años 90 “Tiempo de segunda mano”, la premio Nobel Svetlana Alexievich cita a un compatriota, que resume la situación de manera sucinta: “En Rusia tenemos una suerte de capitalismo, pero no hay capitalistas. Los oligarcas rusos son sencillamente rateros …”
Sin embargo, también hay autores que consideran inevitables estas distorsiones. Las defienden como enfermedades infantiles, ineludibles del capitalismo ruso o como efecto secundario inevitable de la “acumulación original”, que se superaría pronto. Sin querer incursionar en este debate hay que tener en cuenta que el sistema que surge en los años 90 es un sistema muy peculiar, que no llegó a atender las necesidades de la población, que constituye una hipoteca hasta hoy día y que, sobre todo, produjo en poco tiempo una concentración del poder económico enorme. Esto alentó a algunos oligarcas a mediados de los años 90 intentar de apoderarse del Estado por completo.
d) El monstruo quiere tomar el control
El resultado de las elecciones parlamentarias de diciembre de 1995 fue muy desfavorable para el gobierno de Yeltsin. Los comunistas y los ultranacionalistas ganaron una sólida mayoría en la Duma. Por la crisis económica persistente, por la sangrienta acción militar contra la región musulmana disidente de Chechenia y por el tufo de corrupción de la privatización, Yeltsin había perdido todo el apoyo político y popular. Los indicios apuntaban a una victoria de los comunistas en las elecciones presidenciales en junio de 1996 y ellos no dejaron dudas de que, en caso de ganar, reestatalizarían los sectores estratégicos de la economía y tratarían de revertir la independencia de los estados de la federación
Consecuentemente, los oligarcas que temían perder sus propiedades recién ganadas se unieron a la candidatura a Yeltsin. La había lanzado un grupo reformista dentro del aparato gubernamental, que propagaba la continuación y profundización de las liberalizaciones económicas. Los banqueros y magnates tomaron el control de la campaña electoral y la convirtieron en una cruzada publicitaria tipo norteamericano, solo menos escrupulosa y con más trucos sucios que en EE. UU. Posteriormente algunos participantes en el comité de coordinación de los oligarcas sostuvieron que ellos habían invertido más de 600 millones de dólares en la victoria de Yeltsin. El hecho de que integrantes de su campaña controlaron los medios de comunicación y que dispusieron de una caja de guerra tendencialmente ilimitada, tal vez no habría sido suficiente para ganar. Nunca se callaron las voces que sostuvieron que, además. se tenía que recurrir a la manipulación de los resultados, por lo menos en la segunda vuelta, que Yeltsin ganó con 54,4%. Esto lo afirma, por ejemplo, el ex ministro del interior, Anatoli Kulikov. Sin embargo, el resultado electoral coincidió con las encuestas pre electorales.
En el inicio del nuevo mandato, los reformistas liberales apoyados por Yeltsin y Boris Nemzov (en ese momento el político más popular de Rusia que el presidente había cooptado), trataron de marginalizar a los oligarcas. Pero ellos insistieron en cobrar la recompensa por su apoyo en las elecciones. En 1997 lograron bloquear definitivamente las iniciativas de los liberales para sincerar la economía. Además, consiguieron que Yeltsin reemplazara a varios liberales en puestos claves de su gabinete por un grupo de oligarcas liderado por Berezovsky y Grusinsky. Había sido gracias a ellos que el gobierno prácticamente no hizo nada contra una serie de desequilibrios económicos – especialmente un inmenso déficit presupuestario – que tarde o temprano tenían que provocar un crash.
Rusia había mantenido durante años un déficit presupuestario de 8 a 9%, causado mayormente por el subsidios a las empresas (que ascendió a 16,3% del PIB en 1998 !). El déficit se cubría con bonos del Estado de corto plazo, que tuvieron un rendimiento real (¡!) de entre 100% hasta 150% por año, costando al Estado 4% del PIB, sólo en intereses. Los oligarcas no veían ninguna necesidad de parar o abolir este mecanismo maravilloso de enriquecimiento.
Por presión del Fondo Monetario Internacional se abrió el mercado de bonos también para inversionistas internacionales. A pesar de los desequilibrios económicos evidentes, y a pesar de la ausencia de crecimiento económico, después de la reelección de Yeltsin, Rusia fue inundada por inversiones extranjeras de cartera, es decir inversiones de carácter especulativo. Se multiplicaron en poco tiempo para llegar a 10% del PIB, en 1997. La narrativa que acompañó las entradas masivas de capital rezaba que había que hacer “lo que sea” para mantener a Yeltsin en el poder, porque en su defecto habría una recaída al Comunismo.
Durante varios años Rusia fue El Dorado para los que querían ganar rápidamente mucho dinero. Se estima que inversionistas extranjeros llegaron a controlar un tercio de la capitalización bursátil. El país experimentó un auge bursátil sin precedentes. Sin embargo, el capital ruso confiaba menos en la solidez de la economía que los inversionistas extranjeros.
Hacia mediados de 1998 se empezó a sentir los efectos de la crisis financiera en el este y sureste de Asia. En Rusia impacto especialmente la caída del precio del crudo en más que 50%. Eso agudizó aún más los desequilibrios financieros internos que estaban creciendo considerablemente. En agosto ya no había más remedio que o una devaluación masiva o la desatención de los créditos (default). El gobierno hizo las dos cosas. Dejó de atender créditos internos por una magnitud de 70 000 millones de US$ y paró los pagos al extranjero. La bolsa se desplomó, el rublo perdió tres cuartos de su valor, la mitad de los bancos comerciales quebró, y sus clientes perdieron dos terceras partes de sus depósitos.
En lugar de realizar los ajustes necesarios, Yeltsin y su entorno, se limitaron a medidas populistas, poniendo en marcha un carrusel de despidos y nombramientos de ministros, aunque era evidente que urgían medidas para reducir los gastos y aumentar los ingresos considerablemente. Los subsidios para empresas ineficientes, por ejemplo, eran demasiado costosos, pero los defendían poderosos grupos de presión. Y el hecho de que los oligarcas prácticamente no pagaran impuestos causó un escándalo, pero sus representantes en el gobierno bloquearon todos los intentos para gravarlos.
Ya antes de la crisis del 1998 quienes tomaban las decisiones ya no eran Yeltsin y sus ministros sino un grupo de asesores dirigidos por su hija Tatiana, junto con unos oligarcas. El presidente había sufrido varios ataques cardiacos en los años anteriores, padecía de alcoholismo y desapareció frecuentemente por lapsos largos. Mientras que Yeltsin ya no era operativo, el grupo mencionado, que los rusos llamaban “la familia”, manejó el gobierno. Su mayor preocupación era prepararse para la retirada de Yeltsin y asegurar la impunidad de los integrantes de su grupo clientelar ramificado. Una serie de sus integrantes ya sentían la presión de la fiscalía, que había abierto expedientes por corrupción. Todo dependía entonces de encontrar un sucesor de Yeltsin, capaz y dispuesto de garantizar la seguridad personal y las propiedades del círculo en el poder.
El conservador Primakov, primer ministro por ocho meses, no quiso impedir que la fiscalía siguiera hurgando en el entorno del presidente. Fue reemplazado por Serguei Stepachin, por cinco meses. A él tampoco le pareció suficientemente confiable para encomendarle la retaguardia en el momento de la salida de Yeltsin y su grupo. Más prometedor resultó ser una persona poco conocida, que fue nombrado sucesor de Stepachin. Se trataba de Vladimir Putin, que había discretamente ascendido hasta la dirección del FSB; Servicio Secreto Ruso, sustituto del KGB.
Continuará